Juan Yáñez
Publicado en el Diario La Antena de San Juan de los Morros, Venezuela el
23 de mayo de 2010
Para mis hijos, Isaac Eleazar y Yenny.
Porfirio Rengifo debió morir antes del amanecer. En la mañana lo
encontró la maestra Petra, como a eso de las ocho, cuando le llevó el café
cerrero como todos los días lo hacía.
El hombre ya estaba tieso y frío. En su rostro, la boca apenas
entreabierta parecía esbozar una sonrisa.
En la larga enfermedad que lo tumbó a una cama en la que no habría
de levantarse jamás, pasó momentos terribles, que no siempre soportó con
resignación y paciencia. Fue un hombre duro, lleno de vitalidad y energía. Un
llanero de pura cepa, de los de antes.., capaz de realizar por si mismo las
faenas más duras y arriesgadas de su hacienda.
Su piel morena se tornó amarillenta y su otrora musculoso cuerpo se fue
convirtiendo poco a poco en un saco de huesos descarnados.
Petra no necesitó llegar hasta su cama para darse cuenta que ya Porfirio
había dejado este mundo. Apenas pasó la puerta, en la suave penumbra del cuarto
se reconocía ciertamente que la figura tendida, apenas insinuada, estaba
demasiado quieta para estar viva.
La noche anterior Porfirio había sufrido un frío desacostumbrado e
intenso que le hicieron castañetear los dientes. Las mantas que le habían
echado encima en nada lograron aliviarlo. Se cerraron puertas y ventanas
inútilmente. El calor llegó a ser tan intenso en el cuarto, que Petra y su hijo
Miguelito sudaban a chorros, mientras que Porfirio temblaba acurrucado en el
lecho.
Luego, después que le trajeran un caldo caliente pareció aliviarse y ya
cerca de la medianoche el mismo se quitó las mantas y quedó cubierto solo con
la sábana.
Esa noche Porfirio soñó como nunca antes lo había hecho.
Soñó que vagaba por la sabana descalzo y bajo un fuerte aguacero. No encontraba cobijo alguno y estaba calado hasta los huesos.
Soñó que vagaba por la sabana descalzo y bajo un fuerte aguacero. No encontraba cobijo alguno y estaba calado hasta los huesos.
-¡Qué noche tan mala! -exclamó furioso-. Los relámpagos
centelleaban por doquier cegando la vista y los truenos ofendían sus oídos. Al
instante, se percató de la inutilidad de esa marcha desquiciada.
Se detuvo, miró su cuerpo del pecho hasta los pies y se dio cuenta de
que estaba completamente desnudo.
-¡Qué carajo estará pasando! -gritó con rabia e insolencia-. Se
pasó las manos por el cuerpo para cerciorarse de su falta de vestido y al
agacharse para alcanzar las pantorrillas sintió que las fuerzas le abandonaban
y que caía y caía irremediablemente por un abismo profundo.
Cuando despertó, notó que no estaba ya en la cama. Descansaba
placidamente en su propio chinchorro, que guindaba como siempre al fondo del
corredor, donde acostumbraba a sestear en sus mejores
tiempos.
Se oían algunos murmullos dispersos y olía a flores. Para investigar de
donde provenían esas voces, se sentó en su hamaca y encogiendo las piernas
invirtió la posición del cuerpo.
Desde allí alcanzaba a ver la sala que con sus puertas abiertas dejaba
ver un catafalco con una urna encima. A su alrededor se distinguían algunas
personas. Había unas viejas sentadas en las sillas del comedor, mudadas a la
sala y colocadas ordenadas contra la pared, que chismeaban en voz baja.
Hasta le pareció ver a su prima Remigia y su marido Pantaleón, que
vivían en San Fernando. Al fondo, al lado de un gran crucifijo, con los brazos
cruzados reconoció a su cuñado Hermenegildo, con su gruesa y corta figura era
inconfundible. Próxima, vio a su hermana Leonor que vestida de luto, se apoyaba
de brazos en el ataúd y lloraba como una niña.
Ya no le quedó duda alguna de que era un velorio… -¿Pero a quién
carrizo estarán velando? -se preguntó curioso-. Por respuesta oyó un corto
llanto, luego un murmullo apagado y silencio después.
Todo estaba muy tranquilo y hacía tiempo que no se sentía tan a
gusto.
-Si hay un muerto, que lo entierren, -dijo convencido y
despreocupado-, estiró las piernas, se acomodó en el chinchorro y sin la menor
prisa se dispuso a dormir…