Cuando niños nuestra madre nos entretenía, contándonos historias o acontecimientos, que ella había
vivido cuando tendría nuestra misma edad.
Esos relatos eran de una simplicidad maravillosa
con una descripción interesante sobre la vida campesina de
aquellos años en los principios del siglo veinte.
No
conocían la electricidad, ni las comodidades de la vida moderna. Vivian
sencillamente en ese limitado mundo y eran dentro de sus condiciones,
naturalmente felices.
La casa
de su familia era una modesta vivienda de
paredes de piedra, de las mismas rocas que abundaban en el lugar. Se alzaba en
Barbeitos, una aldea de las tierras altas de la provincia gallega de Pontevedra.
La cocina ocupaba un amplio espacio con piso de losa, con su lumbre situada en un
rincón, a la usanza campesina y sus
ollas de hierro sostenidas por cadenas. En las largas y frías noches de invierno se la utilizaba también para que
el ganado pernoctara allí, protegido de la nieve y las heladas. En su parte superior existía un
entrepiso construido en madera, que la familia
empleaba como dormitorio, siendo este lugar el mas caliente y
confortable de la casa.
La vida cotidiana de los niños en aquella época,
en la España
rural, se limitaba básicamente al
pastoreo y alguna otra actividad semejante. Con ese fin a mamá y
a sus hermanos los enviaban al monte, que eran las tierras comunales para apacentar
el ganado y allí iban con sus vacas.
Una se llamaba Amarela y la otra Moura. No
recuerdo si había otras en la casa, pero solo
de estas dos a quedado referencia. Estos nombres traducidos del gallego
son: Amarilla y Mora. Apodos derivados de la simple observación del color de su
pelo.
Lo
cierto es que aquella actividad, que exigía dedicación y
responsabilidad, también servía de
diversión a los niños de la aldea, que
reunidos en el monte en torno a
sus animales, disponían de tiempo para
compartir y jugar entre ellos cuando el clima lo permitiera.
En
las largas jornadas estivales cuando el calor se hacía intenso abundaban
los tábanos que acosaban al ganado con su dolorosa picadura. Esos insectos
espantaban a las bestias, las que con
solo oír su zumbido huían
despavoridas rumbo a sus fincas.
La inconveniente situación que disminuía la necesaria alimentación de los animales, era
simulada deliberadamente por los niños cuando fastidiados o simplemente
cansados de estar allí, querían regresar.
Para ello imitaban con sus bocas el terrible zumbido de los tábanos, que
las vacas confundían con el verdadero y de esta forma lograban engañarlas y
adelantar el regreso. Pero solo lograban engañar a las vacas. Los mayores
conocedores de la travesura que mamá y sus hermanos cometían no dudaban en castigarlos severamente.
Mamá en su relato, nos describía sonriendo
la pillería y nos recordaba las palabras de su madre al llegar a casa,
luego de escucharles las consabidas excusas
y pronta para castigarlos:
―No me
engañan, están aquí porque les hicieron la
mosca a las vacas…., y enojada agregaba:
―Nadie les va a salvar la paliza……..
Y para terminar, mamá ya un poco seria,
concluía: ….—Y de verdad…, nadie nos la salvaba…
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