Algunos
domingos, siendo niños, mamá nos llevaba a pasar el día en casa de su hermana María, en el barrio de
Mataderos. Estaba en la calle Oliden, y su puerta solo se cerraba por las noches,
cuando ya era hora de acostarse y se abría temprano en la mañana. No tenía
timbre eléctrico, sin embargo hubo un tiempo en que si alguien se asomaba apenas al dintel de la puerta un tero, el ave que en
Venezuela se conoce por alcarabán, alertaba a los de adentro con sus
destemplados graznidos la presencia de algún visitante. El propio tío Aladino, −el esposo de la tía
María−, reconocía que no había mejor
portero.
(Aclaro,
que esta temprana descripción, sobre la puerta y su portero es propia de
Marta, mi hermana. Ella recientemente me detalló este preciso recuerdo, que
permaneció inalterable en su memoria, mientras que en la mía se extravió totalmente)
Al igual que otras de esa época y de las barriadas
populares, esta casa era larga y angosta. Al entrar, en un pequeño
jardín había una mata de nísperos que al madurar sus frutos hacían nuestra
delicia. Las habitaciones se sucedían una tras otra,
frente a una galería cubierta que limitaba a un patio embaldosado. Al fondo el
infaltable gallinero, e inmediatamente
antes, el baño que consistía en una
poceta a la turca. No había lavamanos, afuera
estaba la pileta de lavar la ropa que
cumplía esta función. Por la noche era necesario llevar una vela, hasta allí no
llegaba la luz eléctrica. Era una casa humilde, de gente franca y trabajadora y
de buena disposición. Estábamos a fin de los años cuarenta y principios de los cincuenta, cuando
todavía en Mataderos había algunas calles
de tierra. Era un suburbio de la propia ciudad, lejos del centro y sus barrios
aledaños. Allí aún me tocó ver los últimos vestigios rurales que en los
confines de la Capital Federal
existían. Recuerdo perfectamente la recua de vacas con sus terneros que por
estas calles pasaban vendiendo la leche que allí mismo ordeñaban. Lo mismo la
manada de pavos que recorrían las calles al lento paso de estas aves, bajo el cuidado de su propietario, que los ofrecía en venta. Poseía éste un
gancho de grueso alambre para atrapar a los animales por sus patas, cuando algún vecino se interesaba en comprar.
Habitaban esta
casa además de la tía María y su esposo, sus hijos, −nuestros primos−. Ellos eran Paco,
el mayor. Mingo el del medio y María Elena, la menor. Ella era muy cariñosa y
dulce. Los varones eran ya hombres cuando
nosotros éramos todavía niños.
Alguna vez,
nuestra madre nos contó risueñamente lo que sucedía con estos primos varones, −
cuando niños− al volver de la escuela. Empezaré relatando que la tía María era
el principal sostén de la familia. Ella era en extremo trabajadora, se pasaba el día y
parte de la noche frente a una máquina de coser, de las antiguas,−a
manivela− confeccionando sostenes de mujer, que en aquella época se
denominaban corpiños. Trabajaba sola en
su casa por cuenta de terceros que le llevaban la tela cortada, para que ella
confeccionara estas prendas y le pagaban por producción. Eran épocas difíciles
y la tía debía producir lo suficiente para mantener a su familia, ya que el tío
Aladino no trabajaba o lo hacía irregularmente. Además se ocupaba de todos los
oficios de una casa y entre ellos estaba el cocinar. Por ello, siempre con escaso tiempo para las labores
domésticas, trataba de hacer aquello que
demandara el menor tiempo en su preparación. Casi todos los días de la semana
su repetitivo menú consistía en un exquisito plato llamado puchero, que no es otra cosa que un hervido de diferentes hortalizas y carne, de sencilla y rápida elaboración. Fue entonces
que mis primos, al regresar de la escuela a su casa, Mingo acostumbraba a adelantarse para curiosear y comunicar a su hermano antes
de que este llegara lo que
había de almuerzo ese día., con la esperanza de un cambio en el menú, que por lo monótono
no resultaba grato…… Frustrada esperanza, siempre era puchero, y a voces, por poco
llorando Mingo, más o menos siempre
exclamaba: −¡PACO, OTRA VEZ PUCHERO!!!...... y protestando,
hambrientos se sentaban a la mesa, reclamando a su madre e instándola a que
prometiera al otro día cambiar de plato, mientras ella afectuosa y sonriente les servía la comida y les decía: −Mañana,
les voy a preparar lo que a ustedes les gusta…… ,−pero si tengo tiempo−…..,aclaraba. Era entonces cuando los
hermanos al final callaban y comían en silencio aquello que su madre sacrificada
y generosa les había preparado con toda dedicación y
esmero.
Llegábamos a esta
casa a media mañana felices y dispuestos a gozar de nuestra estadía. . Ya desde temprano, el tango se oía allí.
Provenía de un aparato de radio,
sintonizado en Radio del Pueblo, la emisora exclusivamente tanguera , que mis primos habían
encendido a primera hora y que apagarían
por la noche. Ellos eran tangueros a
muerte.
Es
extraño que aún recuerdo comentarios que le hacía Paco a Mingo sobre la
incorporación del cantor Edmundo Rivero −en esa época poco conocido−, con su voz abaritonada a la orquesta de Aníbal Troilo. Esa era la
novedad en 1948, hace casi sesenta años. Aún hoy escucho los domingos en
mi casa aquellos tangos. Ahora me agrada lo que no me gustaba antaño y por sobre todo aprecio la ingenuidad de sus
letras. Era una época diferente, de la que solo quedaron recuerdos, nostalgias.
La amena reminiscencia de aquellos años
cuando estábamos todos con la excepción
de los que vinieron después.
El almuerzo de los
domingos en aquella casa consistía en ravioles caseros de acelga y sesos con tuco, (salsa de tomates) de
carne estofada. Exquisito plato que todos ayudábamos a preparar. (No recuerdo que
haya cambiado alguna vez ese menú) Después la sobremesa en la que se conversaba
y se reía.
Algunas veces, al terminar esta, Mingo, −que era piloto de aviones− se despedía
de nosotros para ir al Aeroclub, donde alquilaba una avioneta. Al salir nos
advertía, señalando al cielo: −Esten atentos, que dentro de un rato pasaré con
el avión……. Y era cierto, más tarde se oía el motor de un avión y alguien
exclamaba: −¡¡¡Es Mingo, ……es Mingo!!!…− Ruidosamente salíamos al patio y al
observar el cielo veíamos distante al avión anunciado que volaba en círculos,
mientras Mingo se comunicaba con
nosotros agitando una toalla, a través
de la ventanilla.
Paco fue un
excelente y calificado sastre y laboraba
en la sastrería de nuestro común primo, Josecito Juiz, y Mingo
un gran aventurero. Además de pilotar aviones, lanchas y carros de carreras, fue
paracaidista, mecánico, casi ingeniero, inventor, diseñador y hasta funcionario de policía. Murió joven, en una
cama , de meningitis. Lejos de los riesgos en que se jugó tantas veces la vida.
Paco también murió prematuramente, de
cáncer.
El tío Aladino, al
que recuerdo por su amable y cariñoso carácter.
Con todo respeto y sin juzgarlo, el tío no era un entusiasta del trabajo. Sin
embargo esa conducta a mi tía no le importaba. Si oía alguna
crítica, la ignoraba y si alguien se lo
decía en su cara, con toda tranquilidad, amabilidad y aplomo le contestaba que ella amaba a su
esposo y lo aceptaba tal como era. Esa era otra innegable
virtud.
Ya dando fin a este relato con tanta carga emotiva, hay una historia interesante sobre el tío
Aladino que mi padre contaba algunas veces. Esta versaba, cuando Aladino era
joven, soltero y con una fuerte fama de gigoló y amante de la vida nocturna y despreocupada.
Comienza así: Estando en Buenos Aires, poco después de emigrar de su Galicia natal, Aladino recibe
una herencia de un familiar muerto en España. Al parecer no era poco dinero, pues con ella y
fiel a su estilo y ambiciones la destina a
la compra de un coche de plaza con su caballo y contrata un cochero. Era
un transporte corriente para aquella
época, a principios del siglo veinte. Durante largo tiempo y todos los días, o mejor dicho todas las noches, Aladino se
hacía llevar con su vehículo a los cabarets y casas de citas del centro, y regresaba a su casa al amanecer, a dormir,
para la siguiente noche, renovado
y
descansado repetir el episodio. Eso duró
hasta que se agotó el dinero y con él se
acabó la farra, el coche, el
caballo y hasta el cochero……, aunque no el talento, las costumbres, la fama y
la vida despreocupada en las que tío
Aladino sería definitivamente insuperable…
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