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Para reafirmar lo anteriormente expresado, las presentes líneas no dejan de ser un humilde testimonio personal con el deseo de que algo de lo que fue parte de la vida quede escrito y sirva como referencia circunstancial. A pesar de ello estimo la opinión del desaparecido Dr. Eleazar Silveira, ilustre medico quien expresara que ésta era una forma de hacer catarsis. Buscando esta palabra en el diccionario, encuentro: “CATARSIS. (Del griego kátharsis, purificación) f. En estética liberación o cura de los males del espíritu gracias a las emociones provocadas por uno u otro arte”. Pienso que su opinión fue acertada. De la misma manera que la confesión bien entendida, libera al ofensor de la pesada carga que soporta su conciencia. Pero por sobre toda explicación, he disfrutado enormemente haciéndolo.

jueves, 9 de junio de 2016

LA CASA DE LA TÍA MARÍA




                                               Algunos domingos, siendo niños, mamá nos llevaba a pasar el día  en casa de su hermana María, en el barrio de Mataderos. Estaba en la calle Oliden, y  su puerta solo se cerraba por las noches, cuando ya era hora de acostarse y se abría temprano en la mañana. No tenía timbre eléctrico, sin embargo hubo un tiempo en que si alguien  se asomaba apenas  al dintel de la puerta un tero, el ave  que en Venezuela se conoce por alcarabán,  alertaba a los de adentro con sus destemplados graznidos la presencia de algún visitante.  El propio tío Aladino, −el esposo de la tía María−, reconocía que no había mejor portero.

(Aclaro,  que esta temprana descripción, sobre la puerta y su portero es propia de Marta, mi hermana. Ella recientemente me detalló este preciso recuerdo, que permaneció inalterable en su memoria, mientras que en la  mía se extravió totalmente)  

Al igual que  otras de esa época y de las barriadas populares, esta casa  era  larga y angosta. Al entrar, en un pequeño jardín había una mata de nísperos que al madurar sus frutos hacían nuestra delicia.   Las habitaciones se sucedían una tras otra, frente a una galería cubierta que limitaba a un patio embaldosado. Al fondo el infaltable  gallinero, e inmediatamente antes,  el baño que consistía en una poceta a la turca. No había lavamanos,  afuera  estaba la pileta de lavar la ropa que cumplía esta función. Por la noche era necesario llevar una vela, hasta allí no llegaba la luz eléctrica. Era una casa humilde, de gente franca y trabajadora y de buena disposición. Estábamos  a  fin de los años  cuarenta y principios de los cincuenta, cuando todavía en Mataderos había  algunas calles de tierra. Era un suburbio de la propia ciudad, lejos del centro y sus barrios aledaños. Allí aún me tocó ver los últimos vestigios rurales que en los confines de la Capital Federal existían. Recuerdo perfectamente la recua de vacas con sus terneros que por estas calles  pasaban vendiendo  la leche que allí mismo ordeñaban. Lo mismo la manada de pavos que recorrían las calles al lento paso de estas aves,  bajo el cuidado de su propietario,  que los ofrecía en venta. Poseía éste un gancho de grueso alambre para atrapar a los animales por sus patas,  cuando algún vecino se interesaba en comprar.
Habitaban esta casa además de la tía María y su esposo,  sus hijos, −nuestros primos−. Ellos eran Paco, el mayor. Mingo el del medio y María Elena, la menor. Ella era muy cariñosa y dulce.   Los varones eran ya hombres cuando nosotros éramos todavía niños.
Alguna vez, nuestra madre nos contó risueñamente lo que sucedía con estos primos varones, − cuando niños− al volver de la escuela. Empezaré relatando que la tía María era el principal sostén de la familia. Ella  era en extremo trabajadora, se pasaba el día y parte de la noche frente a una máquina de coser, de las antiguas,−a manivela−  confeccionando  sostenes de mujer, que en aquella época se denominaban  corpiños.  Trabajaba sola en su casa por cuenta de terceros que le llevaban la tela cortada, para que ella confeccionara estas prendas y le pagaban por producción. Eran épocas difíciles y la tía debía producir lo suficiente para mantener a su familia, ya que el tío Aladino no trabajaba o lo hacía irregularmente. Además se ocupaba de todos los oficios de una casa y entre ellos estaba el cocinar. Por ello,  siempre con escaso tiempo para las labores domésticas, trataba de hacer  aquello que demandara el menor tiempo en su preparación. Casi todos los días de la semana su repetitivo menú consistía en un exquisito plato llamado puchero, que no es otra cosa que un hervido de  diferentes hortalizas y carne,  de sencilla y rápida elaboración. Fue entonces que mis primos,  al regresar  de la escuela a su casa,  Mingo acostumbraba a  adelantarse  para curiosear y comunicar a su hermano antes de que este  llegara  lo  que había de almuerzo ese día., con la esperanza   de un cambio en el menú, que por lo monótono no resultaba grato…… Frustrada esperanza, siempre era puchero, y a voces,  por poco llorando Mingo,  más o menos siempre exclamaba: −¡PACO, OTRA VEZ  PUCHERO!!!...... y protestando, hambrientos se sentaban a la mesa, reclamando a su madre e instándola a que prometiera al otro día cambiar de plato, mientras ella  afectuosa  y sonriente les servía la comida y les decía: −Mañana, les voy a preparar lo que a ustedes les gusta…… ,−pero si tengo tiempo−…..,aclaraba. Era entonces cuando los hermanos al final callaban y comían en silencio aquello que su madre sacrificada y generosa   les había preparado con toda dedicación y esmero.  
Llegábamos a esta casa a media mañana felices y dispuestos a gozar de nuestra estadía. .  Ya desde temprano, el tango se oía allí. Provenía de un  aparato de radio, sintonizado en Radio del Pueblo, la emisora   exclusivamente tanguera , que mis primos habían encendido a primera hora  y que apagarían por la noche. Ellos  eran tangueros a muerte.
 Es extraño que aún recuerdo comentarios que le hacía Paco a Mingo sobre la incorporación del cantor Edmundo Rivero −en esa época poco conocido−,  con su voz abaritonada  a la orquesta de Aníbal Troilo. Esa era la novedad en 1948, hace casi   sesenta años. Aún hoy escucho los domingos en mi casa aquellos tangos. Ahora me agrada lo que no me gustaba antaño  y por sobre todo aprecio la ingenuidad de sus letras. Era una época diferente, de la que solo quedaron recuerdos, nostalgias. La amena reminiscencia  de aquellos años cuando estábamos todos con la excepción de los que vinieron después.
El almuerzo de los domingos en aquella casa consistía en ravioles caseros de acelga y sesos con tuco, (salsa de tomates) de carne estofada. Exquisito plato que todos ayudábamos a preparar. (No recuerdo que haya cambiado alguna vez ese menú) Después la sobremesa en la que se conversaba y se reía.
 Algunas veces,  al terminar esta,  Mingo, −que era piloto de aviones− se despedía de nosotros   para ir al Aeroclub,  donde alquilaba una avioneta. Al salir nos advertía, señalando al cielo: −Esten atentos, que dentro de un rato pasaré con el avión……. Y era cierto, más tarde se oía el motor de un avión y alguien exclamaba: −¡¡¡Es Mingo, ……es Mingo!!!…− Ruidosamente salíamos al patio y al observar el cielo veíamos distante al avión anunciado que volaba en círculos, mientras Mingo  se comunicaba con nosotros agitando  una toalla, a través de la ventanilla.
Paco fue un excelente  y calificado sastre y laboraba en la sastrería de nuestro común primo, Josecito Juiz,  y  Mingo un gran aventurero. Además de pilotar aviones, lanchas y carros de carreras, fue paracaidista, mecánico, casi ingeniero, inventor, diseñador y hasta  funcionario de policía. Murió joven, en una cama , de meningitis. Lejos de los riesgos en que se jugó tantas veces la vida. Paco también murió prematuramente,  de cáncer.
El tío Aladino, al que recuerdo por su  amable y cariñoso carácter. Con todo respeto y sin juzgarlo, el tío no era un entusiasta del trabajo. Sin embargo  esa conducta  a mi tía no le importaba. Si oía alguna crítica, la ignoraba y si alguien  se lo decía en su cara, con   toda tranquilidad, amabilidad  y aplomo le contestaba que ella amaba a su esposo y lo aceptaba tal como era. Esa era otra   innegable  virtud.

 Ya dando fin a este relato  con tanta carga emotiva,  hay una historia interesante sobre el tío Aladino que mi padre contaba algunas veces. Esta versaba, cuando Aladino era joven, soltero y con una fuerte fama de gigoló  y amante de la vida nocturna y despreocupada. Comienza así:  Estando en Buenos Aires,  poco después de  emigrar de su Galicia natal, Aladino recibe una herencia de un familiar muerto en España. Al  parecer no era poco dinero, pues con ella y fiel a su estilo y ambiciones la destina a  la compra de un coche de plaza con su caballo y contrata un cochero. Era un transporte corriente  para aquella época, a principios del siglo veinte. Durante largo tiempo y todos los días,  o mejor dicho todas las noches, Aladino se hacía llevar con su vehículo a los cabarets y casas  de citas  del centro,  y regresaba  a su casa al amanecer,  a dormir,  para la siguiente noche,  renovado   y descansado repetir el  episodio. Eso duró hasta que se agotó el dinero y con él se  acabó  la farra, el coche, el caballo y hasta el cochero……, aunque no el talento, las costumbres, la fama y la vida despreocupada en  las que tío Aladino  sería   definitivamente insuperable…          

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